Antonio Muñoz Molina
El País
La vida de Paul Strand se extiende entre el Nueva York de finales del siglo XIX y un pueblo francés de los años setenta del XX; y entre esa era en que la fotografía aún aspiraba a parecerse a la pintura y la de los penúltimos esplendores del fotoperiodismo, hacia el final de la guerra de Vietnam, cuando la televisión estaba acabando con los grandes semanarios ilustrados. En términos estéticos, su formación abarca también inclinaciones divergentes: Paul Strand fue alumno de Lewis Hine y de Alfred Stieglitz, y como tantos otros artistas jóvenes de su generación en Nueva York recibió el impacto de la exposición de arte contemporáneo europeo de 1913. El sentido contemplativo de Stieglitz le atrajo tanto como la voluntad testimonial de Hine. El espectáculo cotidiano de la ciudad redoblaba para él su fascinación puramente plástica cuando lo miraba a través de los experimentos visuales de la pintura cubista. Quería fotografiar el tráfico y el movimiento de la gente por la calle sorprendiendo composiciones rigurosas en el puro flujo del azar: siluetas humanas en el desfile laboral de la primera hora de la mañana, por una acera de Wall Street, empequeñecidas por la arquitectura ciclópea de un banco; automóviles, coches de caballos, caminantes apresurados en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 42.Hijo de un padre emigrante que había prosperado, Strand viajaba desde su barrio de clase media judía, el Upper West Side de Manhattan, hacia el lado opuesto de la isla, el Lower East Side, donde Lewis Hine había tomado una generación atrás fotografías del hacinamiento y la pobreza de los emigrantes recién llegados, los niños obreros, las multitudes proletarias que mantenían en marcha los formidables mecanismos de la ciudad. En las calles del Lower East Side, en los bancos de Washington Square, donde tomaban el sol los viejos, los indigentes y los locos, Paul Strand hizo, en torno a 1915, retratos de desconocidos de una cercanía acuciante, casi primeros planos tomados con destreza furtiva, con una cámara voluminosa y bien visible pero dotada de un falso objetivo, lo cual le permitía fingir que estaba apuntando hacia otra parte. La mendiga ciega, la mujer demente o beoda, el hombre de bigote negro, piel sudorosa, cara abotargada: una inmediatez como esa no la había logrado hasta entonces nunca la fotografía, una atención así de impúdica y al mismo tiempo así de respetuosa hacia los desconocidos, los pobres anónimos, los seres legendarios de la ciudad.
Según progresara la tecnología y las cámaras se fueran haciendo más ligeras, los fotógrafos buscarían a personajes así: pero en esa búsqueda, como en tantas otras, Paul Strand fue el primero. Siempre mantuvo en su trabajo un ritmo peculiarmente lento que lo distinguía de sus discípulos y sus imitadores más jóvenes. Nunca anduvo con una Leica a la espera del instante supremo, con esa ligereza de cazador de mariposas que tenía Cartier-Bresson. Georgia O’Keefe, que lo conocía muy bien, dijo de él que era lento y espeso. Montaba su cámara complicada sobre un trípode y tardaba mucho tiempo en preparar una fotografía, en situar correctamente al modelo. Muchas veces sus retratos tienen la misma cualidad estática que sus fotos de rocas, de árboles, de muros o puertas, de lugares deshabitados. Una muchacha mexicana con un pañuelo en la cabeza posee una dignidad de figura alegórica en un fresco del Quattrocento: un Cristo trágico con corona de espinas y pelo natural mira con unos ojos de vidrio en los que está todo el desamparo de los perseguidos y las víctimas. Los primeros planos del rostro de su mujer, Rebecca, con el pelo muy corto y la cara despejada, a la moda tan atractiva de 1930, parecen esculturas talladas y cinceladas muy lentamente en una materia que tuviera la dureza del alabastro o del basalto y la pura maleabilidad de la luz y la sombra. Derivan de los retratos de Georgia O’Keefe tomados por Stieglitz, pero son de una sensualidad más sugerida, y en ellos la identidad personal de la mujer no está desmantelada en fragmentos corporales, ni reducida a la pasividad erótica de un desnudo, a una proyección de deseo masculino: esa mujer es muy consciente de ser contemplada, y su mirada entabla un diálogo de igual a igual con el hombre de la fotografía, a través de una veladura de intimidad y penumbra.
Este hombre reflexivo y premioso resulta que no paró de moverse. Inventaba un estilo, fundaba una dirección que seguirían durante décadas otros fotógrafos, y luego cambiaba de rumbo, se iba a otros países y otros paisajes. Pero en cada uno se quedaba durante algún tiempo, nómada y sedentario a la vez, empapándose de lo que se le volvía gradualmente familiar, no como un reportero en tránsito que dispara la cámara y se marcha, después de pasar unas noches en un hotel. Paul Strand llegaba y se quedaba. Se quedaba hasta que se le volvían habituales las caras de las personas y los ritos y los ritmos de la vida. Se quedaba unas semanas o unos meses en México o en el corazón ascético e igualitario de Nueva Inglaterra o en un pueblo agrícola de Italia o de Francia o en una comunidad de pescadores y ganaderos en las islas boreales de Escocia, y los retratos que hacía, los lugares que retrataba, tenían la intensidad de un conocimiento muy profundo, ganado a lo largo de mucho tiempo, gracias a una perseverante actitud de observación.
Fotografiaba el tiempo, el trabajo y la intemperie en las vidas de las personas. Con frecuencia, esos retratos tenían como fondo un muro, una pared encalada, el marco de una puerta vieja, con todos sus pormenores de desgaste, con grietas y clavos hincados, con huecos de clavos caídos en los que quedaba un rastro de óxido. En una pared o en una puerta Paul Strand descubría un dramatismo idéntico al de un rostro humano. Después de haber fotografiado en su juventud los engranajes acelerados de la modernidad urbana supo fijarse en las lentitudes geológicas de las rocas, en el efecto del agua y el tiempo sobre los troncos de árboles arrastrados por los ríos, en el modo en que se deterioran las ventanas o las fachadas de las casas donde no vive nadie. Empezó siendo el fotógrafo visionario de un presente que parecía la anticipación del porvenir, y con los años fue el testigo afectuoso y solidario de vidas, oficios y formas de vivir que se quedaban rezagadas en los márgenes de la modernidad. Pero su mirada no accede al esteticismo, o a la nostalgia: una mujer africana, un pescador de México, un pastor de Escocia, un campesino italiano posan con la nobleza serena del que conoce la dificultad de la vida y los secretos de un oficio. Sus fotos de herramientas retratan a las personas que las usan. El sentido ético y documental de la fotografía aprendido de Lewis Hine lo convirtió Paul Strand en radicalismo político durante los años de la Gran Depresión, y ya no se apartó nunca de esos ideales. Se marchó de Estados Unidos por asco del mccarthysmo. Cuando era muy viejo y no le quedaban fuerzas para salir de casa, siguió tomando fotos de la vegetación de su jardín.
Paul Strand. Fundación Mapfre, Madrid. Hasta el 23 de agosto.
0 comentarios:
Publicar un comentario