Lee Friedlander y el encuadre preciso
La Fundación MAPFRE repasa la trayectoria del fotógrafo
Muchos fotógrafos llegaron a la disciplina tras iniciarse en la pintura, o a sus caminos artísticos tras trabajar en el ámbito publicitario. No fue el caso de Lee Friedlander, que nunca pensó en dedicarse a otra cosa y aún así se sorprendió de lo satisfactorio de su carrera: Siempre quise ser fotógrafo. Pero nunca soñé que me divertiría tanto. Me imaginaba algo mucho menos esquivo, mucho más mundano.
La primera muestra otoñal de la Fundación MAPFRE, que forma parte del programa oficial de PHotoESPAÑA, reconstruye su trayectoria atendiendo a los temas fundamentales en los que articuló su trabajo, que tiene como gran protagonista a la cotidianidad, lo cercano y rutinario, un mundo próximo que él nunca trató de adulterar en sus imágenes, pero que, a la luz de una contemplación lenta de estas, adquiere significados distintos; abrió Friedlander nuestra mirada hacia el entorno sugiriéndonos que es posible obtener de él otras percepciones, si no más completas, sí alternativas.
Nacido en Aberdeen en 1934, comenzó a fotografiar ya en su adolescencia y se formó en el Art Center School of Design de Los Ángeles, pero la enseñanza convencional no lo sedujo y decidió acudir a las clases de Alexander Kaminski, que sería su mentor. En los cincuenta optó por establecerse en Nueva York, donde además de trabajar para publicaciones como Esquire, Holiday o Sports Illustrated, realizó las portadas de los discos de figuras geniales del jazz a quienes también retrató en su esfera privada, atendiendo a sus ambientes cotidianos, cuando la fotografía no había adquirido aún consideración artística.
Consolidada ya su personalidad creativa en los sesenta, expondría en el MoMA en 1964, en la colectiva “The Photographer´s Eye”. Por entonces definía el objeto de su trabajo como “el paisaje social americano”, pero su enfoque va más allá del documentalismo: no es que no le interesaran los problemas colectivos, pero en habitaciones, naturalezas, rostros o escaparates Friedlander parecía buscar saber algo más de sí mismo y de su tiempo, sin la pretensión de epatarnos pero lográndolo.
Otra colectiva, en 1966 y en la George Eastman House de Rochester, enlazó sus imágenes con las de Bruce Davidson y Garry Winogrand, que no dejaban de capturar también paisajes sociales acentuando su ternura o su ironía. Junto a Winogrand expondría de nuevo en el MoMA en 1967, acompañándose por otra amante de Nueva York y de las gentes en las que nadie parecía fijarse: Diane Arbus. Compartían los tres diferencias con fotógrafos documentalistas de décadas pasadas y también ciertos avances en lo formal y lo conceptual.
El recorrido que propone la exposición de la Fundación MAPFRE es cronológico y se estructura en sus principales series, acompañadas muchas veces de los libros en que quedaron recogidas.
Al margen de sus temas, el conjunto de su obra resulta tremendamente personal; Friedlander se encuentra en cada enfoque. No apreciamos en sus obras esos instantes decisivos legados por Cartier-Bresson, pero sí enfoques precisos: sus escenas no quedarán disueltas un segundo después de que él tome las imágenes, pero todo en ellas es conveniente y necesario, nada sobra y nada falta y en el medio tiempo sí resultan irrepetibles.
Uno de sus trabajos más originales, y en el que esa mirada particular adquiere tintes surrealistas, es The Little Screens (todas sus imágenes menos una pertenecen a la colección de la Fundación MAPFRE). Consta de televisores que, en sí mismos, ocupan, y casi logran llenar, estancias: llamaba la atención Friedlander sobre la creciente presencia de este aparato, no ya en los hogares norteamericanos, sino en nuestras vidas y mentes. Están llenas estas obras de ironía inquietante.
Más adelante emularía a Walker Evans o Robert Frank al recorrer su país captando sus paisajes, su arquitectura, sus vehículos, cultivando muy creativas yuxtaposiciones, aprovechando en ocasiones los reflejos de los escaparates, o poniendo a su favor las sombras, como en el originalísimo autorretrato Cañón de Chelly, Arizona, abierto a múltiples lecturas entre lo lúdico y lo filosófico. También viajó por Europa y llegó a tomar algunas fotografías en España; su medio era, sin embargo, el americano y en él se aprecia que despliega con frescura mayor ese lenguaje que nos invita a redescubrir entornos.
Con el paso de los años, y sobre todo desde los setenta, ese lenguaje se fue depurando en favor de una organización más ordenada del espacio. Lo vemos en su serie The American Monument, que desarrolló entre 1971 y 1975 fijándose en todo tipo de monumentos, desconocidos y no tanto, de ciudades estadounidenses. Es su serie más cercana a la tradición de lo documental, inaugurada por Atget en su pretensión de fotografiar sistemáticamente París.
Sin embargo, en las fotos de Friedlander esos monumentos no suelen aparecer en primer plano, adquiriendo así un protagonismo muy relativo respecto al urbanismo alrededor. Y esta subversión de las reglas (pasadas y entonces aún vigentes) de la imagen se aprecia también en sus desnudos y en sus autorretratos; en uno y otro caso, aborda el cuerpo propio o ajeno como un motivo más, encontrando en ellos la visión inesperada. Explica Carlos Gollonet, comisario de la muestra, que no hace fotografías de desnudos, sino que estos se convierten en fotografías.
Un tono distinto encontramos en las imágenes que dedicó a su familia en el transcurso de los años, y especialmente a su esposa María. Translucen tanta ternura como respeto, afecto que no sentimentalismo. Justamente a su mujer le brindó una de sus imágenes más originales en el tratamiento de las sombras, previa a su autorretrato rocoso. Mostrarse en su trabajo fue para él un desafío: Los fotógrafos siempre luchan por evitar su propia sombra y yo siempre he creído que es una criatura graciosa, de modo que le dejé entrar por un tiempo (…). Al principio mi propia presencia en las fotos era, a un tiempo, fascinante y perturbadora. Pero conforme pasó el tiempo y comencé a explorar otras ideas en mis fotos, pude reírme un poco de esos sentimientos.
En el paisaje natural se fijó sobre todo en los noventa y entre sus motivos predilectos se encontraron los cerezos de Japón. En ocasiones fotografió por encargo, sobre todo en zonas industriales y atendiendo a sus trabajadores, aunque, en su caso, individualizando sus personalidades, a través de los rostros, en lugar de incidir en su oficio o en sus condiciones laborales. En aquella década comenzó a utilizar cámaras de medio formato y continuó empleándolas en los 2000: en esa obra última sus espacios se hacen más abarcables. Se acentúa también la cercanía entre el autor y sus motivos y entre estos y el espectador: lo apreciamos en America by Car, el fruto de sus recorridos por Estados Unidos en coches alquilados, tomando sus ventanas como marco para encuadrar, un punto de vista que a cualquier viajero le resulta familiar. Puentes, iglesias o moteles se aparecen en retrovisores o sobre volantes.
Pero en Friedlander todo tema puede volver y toda serie es un proyecto work in progress, por eso en 2012 regresó a Nueva York o Los Ángeles para fotografiar viandantes y tiendas. En sus escaparates, los maniquíes pueden confundirse con figuras de carne y hueso, pero no hay en estas imágenes una crítica moralizante al consumismo sino una metarreflexión sobre su propio trabajo. Ya dice Gollonet que las asociaciones de Friedlander nos provocan desconcierto al conectar el disparate con la identificación.
Lee Friedlander
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 1 de octubre de 2020 al 10 de enero de 2021
tomado de masdearte.com
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